domingo, 18 de abril de 2010

La chica del paraguas rojo

La chica del paraguas rojo era muy atractiva. Todo el mundo se fijaba en ella. Los hombres la miraban con deseo, y las mujeres con envidia. Su vestido rojo resaltaba sus curvas perfectas, su dulce aroma inundaba el aire a su paso, y el sensual movimiento de su cuerpo al andar la hacía irresistible. Además de ser muy hermosa, tenía algo especial, mágico e incomprensible. Aquella chica era un hada.

La joven se dirigía hacia la oficina de Raimundo Jiménez. Como cualquier hada, quería ayudar a los mortales, y Raimundo era un hombre muy infeliz. Cuando llegó a la oficina la puerta estaba cerrada con llave. Llamó varias veces sin recibir respuesta alguna, y decidió entrar por sus propios medios. Recurriendo a sus capacidades sobrenaturales sopló suavemente en la cerradura y la puerta se abrió. Nada más entrar, la muchacha comenzó a examinar el interior de la oficina, y no le gustó lo que encontró. Sobre una mesa había pruebas de que Raimundo planeaba desahuciar a varias familias humildes. Quería construir una urbanización de lujo en el lugar donde estaban sus casas, y conseguir grandes sumas de dinero a costa del sufrimiento ajeno. Después de examinar la oficina, el hada se sentó en una silla. Esperó a que Raimundo volviera, y al cabo de dos horas, vio como entraba por la puerta.

-Mi nombre es Crystal y he venido para ayudarte, –dijo la joven- pero no te lo mereces.

Raimundo quedó perplejo al ver como en la mano de Crystal un revolver surgía de la nada. El hada apretó el gatillo, y Raimundo cayó al suelo con un orificio de bala en la frente.

La intención de Crystal era ayudar a los mortales, y acababa de hacerlo

Diego Escudero

lunes, 12 de abril de 2010

Mil voces

Perdí el vuelo y tuve que pasar otra noche en el aeropuerto. Cada vez que necesitaba subir a un avión, escuchaba miles de voces que me atormentaban. Sólo había una forma de hacerlas callar, obedecerlas. Una vez que cumplía sus órdenes, las voces me dejaban tranquilo, pero era incapaz de recordar lo que me habían mandado.

Mientras esperaba al próximo avión, uno de los empleados del aeropuerto se acercó a mí.

-Ha tenido suerte de perder el vuelo –me dijo- el avión ha explotado en el aire.

En ese momento me sentí aterrado al escuchar algo que nadie más podía oír. Miles de voces reían en mi mente.


Diego Escudero